Me disuelvo en tu tíbia luz,
tènue como la que se escapa de la pradera,
cuando oscurece
y me expando al exterior
por cada uno de los porós de tu piel.
Me entremesclo con los rayos del sol del atardecer,
que abrazan los Campos de azahar,
y luego me poso en la flor del naranjo,
que me envuelve en su aroma embriagador.
Es tan blanca que parece
que desprenda pureza
y me elevo con ella hacia el cielo
donde me confundo con las nubes
y la Paz de los Ángeles,
mientras cierro los ojos
y las estrellas iluminan mis sueños
y bajan a reposar en mi almohada.
Me adentro en la serenidad del lago,
me nutro de la energía
que emana de la cascada,
me impregno del equilibrio del bosque.
Sopla la brisa
entre las ramas de los árboles
y corro hipnotizada tras su suave susurro...
hasta que el borboteo del agua
me hace llegar en sí al amanecer
y bebo del rocío de la mañana.
Me armonizo en el momento presente de la naturaleza,
cada vez que sigo el fluir del río,
cada vez que el viento juego con las hojas secas en otoño,
cada vez que la vida renace tras la lluvia,
cada vez que veo el mundo al trasluz
desde mi corazón de hada.
A veces, siento el llanto interno de las personas,
esos sollozos callados en medio del silencio,
que ahondan fuertemente en mí
y vuelo hacia su ser interior
y lo mezo en mi regazo
y lo lleno de mis mimos y mi magia
en la soledad de su alma.
Silbo a las montañas tu nombre
y la fuerza del eco
me lleva hasta tí
y noto el curso de tus latidos tan alborotados
que romperían las olas del mar.
Es el grito el dolor,
aquel que surca sin compasión
cicatrices eternas
en lo más profundo de la conciencia humana.
Te consuelo con una canción
cuya melodía acalla tu tristeza
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